La Habitación Vacía


I

   El sonido sordo de sus pies al subir a toda prisa por las escaleras enmoquetada con los oídos taponados por el esfuerzo al correr por las escaleras hacia arriba y la respiración agitada por el cansancio convertía en algo lejano los gritos de su padre que, borracho, tropezaba con los escalones mientras agitaba el puño en alto, amenazándoles con darle una paliza. Rápidamente llegaron hasta el ático de la casa y la puerta, que a fuerza de falta de uso gimió mientras la abría y cerraban tras de sí. El sonido amortiguado de las maldiciones de su padre hacía parecer que el peligro estaba lejos, pero sabían que no podía tardar mucho antes de que su padre los encontrara allá arriba. El ático estaba repleto de viejos muebles y herramientas, arcones con ropa de otras temporadas y recuerdos de la infancia de sus padres. La luz entraba a través de dos claraboyas del tejado y hacía visible las nubes de polvo que revoloteaban a medida que andaban por la habitación.
   - No hay salida aquí.
   - Calla, ya se nos ocurrirá algo.
   - ¡No debimos entrar aquí, padre nos encontrará y nos pegará una buena tunda, como la otra vez, Kate!
   - ¡Chsst...! Relájate y busca algún sitio donde meternos.
   Buscaron entre los cajones y arcones, detrás de los muebles y bajo las mantas y fundas sin ninguna suerte. Los pasos de su padre, lentos y torpes se oían a través del suelo de madera dirigiéndose hacia las escaleras. No quedaba apenas tiempo antes de que entrara al ático. Y allí estaba.
   - Mira Kate, ¡por ahí!
   - ¿Una puerta, eso estaba allí todo este tiempo?
   - ¡Vamos adentro Kate!
   Rápidamente, sin pensárselo más, abrieron la puerta y entraron por ella. Cerrándola tras de si y, aún con la respiración agitada y entrecortada se pararon a escuchar atentamente cómo su padre entró en el ático y, avanzando torpemente entre los muebles susurraba, casi para sí «Salid de donde os escondáis malditos bastardos». Aterrorizados por lo que les esperaba no movieron un músculo temiendo a cada segundo lo que les esperaba. Su padre deambulaba por la habitación de al lado, buscando infructuosamente a los dos niños mientras Kate y Óscar, a oscura, deseaban que su padre se fuera. Pero ese momento nunca llegó. Su padre se marchó entre maldiciones, sin comprender qué ocurría allí y por qué no encontraba a sus hijos.
   Kate y Óscar tardaron aún un rato en salir, incrédulos por lo que había pasado. Abandonaron la habitación a oscuras y se adentraron de nuevo en el ático, con la mortecina luz del atardecer. Aún tardaron  un rato más antes de dejar el ático y bajar por las escaleras. Allá vieron, durmiendo en su cama, a su padre que había caído inconsciente finalmente mientras abrazaba a una botella. Se observaron un instante, como si supieran que hacer y regresaron al ático donde habían encontrado la habitación. En esta ocasión encendieron la luz y la vieron más atentamente: una habitación abuhardillada, de paredes y techo totalmente blancos, de suelo de listones de madera y una única bombilla como toda fuente de luz que en su extremo más alejado de la puerta, apenas había una separación entre suelo y techo de unos pocos centímetros. Estuvieron jugando el resto de la tarde y, cuando salieron de la habitación, su madre ya había llegado a casa y pudieron pasar el resto de la velada en paz.
   Fueron pasando los días y luego, semana tras semana, mes a mes, los dos hermanos pudieron encontrar lo que parecía ser un escondite perfecto. Pasaban horas en la habitación y, cuando necesitaban esconderse de su padre, permanecían en ella el tiempo que fuera necesario hasta que, llegado un día, cuando lo inevitable pasó. Su padre falleció, años más tarde les contarían que lo encontraron ahogado en su propio vómito a causa de una enorme borrachera. Tan sólo quedaron su madre y ellos, una familia feliz.
   Y la habitación quedó en el olvido.




II

   Despertó desnuda en su cama. Con la mirada borrosa, observó durante un momento la mesa de noche en su lado de la cama. En ella se encontraban los restos de la noche anterior: dos botellas de licor y un vaso a medio vaciar, un paquete de tabaco arrugado en un cenicero repleto de cerillas en el que también se encontraba la mitad de un envoltorio de un condón. Como si eso le hubiera servido para atar cabos, se giró lentamente sobre si misma hasta que vio a su compañero de cama. Intentó recordar quién era, cómo se llamaba, cómo era... pero debió ser una buena noche puesto que no recordaba apenas nada de lo que pasó. «Espero que al menos me lo pasara bien.» Él dormía profundamente, se había quedado las sabanas todas para él.
   Con un gemido se levantó de la cama y deambuló torpemente por su apartamento, en busca de alguna ropa que ponerse. Hasta que encontró algo medianamente limpio tuvo que recorrer la mitad de su apartamento y su estudio de pintura. Allí, debajo de algunas sabanas viejas que utilizaba para tapar los lienzos encontró su viejo pantalón de deporte que usaba para pintar. «Debería algún comprar algún día un armario... o más ropa.» Metió la mano en uno de los bolsillos del pantalón y rebuscó hasta sacar un cigarro arrugado que llevarse a al boca y medio desnuda observó la ciudad saboreando cada calada mientras intentaba hacer memoria de quién era su acompañante.
   Casi como si hubiera oído su pensamiento, él se revolvió en la cama. Cuando lo miró estaba ya sentado en la cama, con las manos en la cabeza. Lo observó en silencio, fijamente, durante largo rato sin decirle nada mientras él recogía su ropa y se dirigía al baño.
   - Dúchate en tu casa, tengo prisa -no tenía ganas de verlo-.
   - Pero, va a ser sólo un momento...
   - Llego tarde a una presentación, será mejor que te marches.
   - Está bien, ya te llamaré para quedar otro día -él, que aún no se había terminado de vestir cuando salió, dio un portazo tras de sí-.
   «Cuando me pidas el número de móvil, imbécil.»
   La lluvia no amainaba y tampoco parecía tener intención de hacerlo en los próximos minutos. Con una infinita pereza tuvo que forzarse a arreglarse. Su representante estuvo muy convincente la última vez: «no estás en situación de ser tan excéntrica, sigue así y terminarás exponiendo tus cuadros en WalMart.» Así que tenía que ir hoy, dejarse ver un poco, quizá hablar con alguno de los visitantes y se podría marchar. A fin de cuentas, esos muertos de hambre nunca le habían comprado un cuadro.
   Rebuscó entre su ropa alguna prenda que aún pudiera pasar por limpia, se peinó, maquilló y buscó otro cigarro. Salió a la calle, bajo la lluvia esperó a que un taxi se dignara a pararse y fue hacia la galería que exponía, La Sheldon, junto al Central West End. Cuando llegó, no le sorprendió ver nada más que a una docena de personas mirando sus cuadros. Estaba empapada, de mal humor, y aún seguía sin recordar a quién se tiró anoche. Le dolía la cabeza. Sin embargo, haciendo caso omiso a éste, empezó a pasear por la sala, saludando a quién se dignaba a reconocerla. «Al fin y al cabo, mi foto sólo se encuentra colgada en la entrada a tamaño póster.»
   - ¡Por fin llegas, pero mirate! Deberías pasar adentro, arreglarte y parecer un poco menos... «mi representante, como siempre tan cariñoso.»
   René vino pavoneándose. Iba de punta en blanco, con su traje de ejecutivo elegante bicolor, su pelo teñido y sus gafas de espejo conseguía ser el centro de atención casi tanto o más que sus propios cuadros, que ya de por sí reunían una serie de imágenes de una temática algo más que controvertida.
   - Que te den, -lo miró un instante- suficiente tengo con haber venido. Hoy no era el mejor día...
   - Claro... ¡claro! Hoy no era el día para la señorita... La inauguración no era el mejor día para usted, ¡por supuestos! Por cierto, podrías haber dicho que pensabas cambiar algún cuadro en el último momento. Y este último, es tan... poco tú.
   - Yo no he cambiado nada, ¿de qué cojones me hablas?
   - Ya, pues tu me dirás, si no es tuyo debe ser de alguno de esos artistuchos del tres al cuarto que intentan conseguir reconocimiento a costa de otro. Bueno, no te preocupes que ordenaré quitarlo.
   - ¿Dónde está?
   - ¿El qué?
   - El cuadro, qué va a ser.
   - En la siguiente sala, no tienes más que acercarte al grupo de gente que lo está mirando.
   Kate fue de inmediato, con más curiosidad que rabia. No le sentaba nada bien que un "cualquiera" estuviera recibiendo más reconocimiento que ella en su propia exposición, aunque la gente creyera que el cuadro era realmente suyo. Cuando llegó a la altura de la obra al menos una veintena de personas estaban observándola.
   Sabía perfectamente que el cuadro que debía estar allí no era otro si no un paisaje extraído de su infancia, de los terrenos que rodeaban su casa. Por supuesto, había dado su toque especial y todo era mucho más lúgubre, de tonos apagados. No era capaz de expresar alegría desde hacía mucho, mucho tiempo. Su terapeuta le pidió que intentara sacar de su interior toda esa oscuridad, y la plasmara en dibujos.
   Esta obra, aunque guardaba similitudes con las de ella, era distinta. Y por supuesto no la había pintado ella. Sin embargo era extrañamente familiar: una habitación de paredes y suelo desnudas que como único mobiliario mostraba una bombilla colgando del techo y una puerta que permanecía cerrada. No había marcas en las paredes, suelo o techo, que apenas estaban delimitados por una línea tenue. La puerta, sin embargo, lucía desgastada y vieja. Con raspaduras en la pintura aquí y allá. Le costó sólo un instante el reconocerla y tan sólo un poco más en reconocer el culpable de todo.
   Sacó su teléfono y llamó a su hermano.


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